Tierra
tan sólo. Tierra.
Tierra en el agua de tus manos, en la corona de raíces que te asfixian. Viertes de nuevo la sal en las pupilas para recuperar el silencio de esta noche, aunque ofrezcas al cielo la danza que no queda.
Cantas el
viento que inventaste, la maldición de flores y sabia de tu lumbre. Que mueras,
te ha dicho el sol en su penumbra de dios enmudecido, pero el tiempo es ligero
en tu ruleta de errores, tras el cristal del que emanas mariposas sin colores.
Entonces, solo cuando la memoria te ha jugado las premoniciones, y bebes del cielo servido el sacrificio, solo entonces consigues germinarte en tu poniente, como ancianos que nacen muertos.
No es todo el agravio que alimentas, fruto del árbol de tu vientre cauto, aunque pretendas regar con tu simiente las agonías del designio y el amaño. Sabes comer tu fértil sugestivo, hecho de pan de espigas, tus favores; tierra de ávidos fluidos del silencio e irresistible apetencia de tus nombres.
Si
pudieras llorar de tus salivas, el licor deshacer del tiempo en una noche, y
soportar vencida en el delirio las caricias de las manos que te absorben.
Tierra tan solo, tierra en la náusea que vela, con los ojos en los surcos que a la lluvia presumen, con su brote de ausencia germinando en los labios, con su fermento brillo en el sudor de los hombres.
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