Vienen las casas, sus móviles cabellos, sus tripas de ventarrón herido, su temblor urbano. Vienen encima, sobre sus propias huellas, las edificaciones, con su renglón de tránsito reescrito con la misma palabra amordazada. Vienen ya, cansadas de tanto sostenerse, vienen, ornadas de mito entonces, más silentes, más pías.
Ni
reptan, ni rememoran, se desploman sin más atisbo que el estruendo, sin más
fuste que alborozo y lágrima.
Cercanas,
como si fuese posible refundar sus propias alucinaciones en la hipotética
materia de su zócalo. Buscan la piel de las ventajas, la índole que calla, caen
como arbustos masticando el polvo que las labra. De adobe ramas, de bahareque
vuelan, estallan. De hormigón, de clásicas, de espaldas, de amarillo, de
susurro, de mañana, de desesperadas certezas de fraguas.
Han
caído las casas, ya son agua, por fin se deshacen en sus camas, ya sus frutos
las delatan, pasan, reconocen sus hojas, sus ventanas de lata, los trocitos de
haber sido que quedaron en la estancia, reposando el caliente en la cocina o
esperando las heladas en la sala.
Te
quedas, mira allá los derroches y más dentro las doradas, pero pálidas orejas
de pocillos de té y del café de la pausa. Cuántas veces caerán las ansias,
exhibidas de desplome contra las ansias. Cuántas veces se levantan las
estancias, qué vestíbulo dispongo para dar tiempo a la nada, el domicilio que
no cae ni levanta, pero alucina rincones, grietas, naguas, ojos, gafas.
Factura, otra vez, corren los que aclaran, tosen, ladran, buscan la casa que les
cubra de la casa.
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