La vieja disculpa se esconde de mí, estoy llorando, no recuerdo su nombre y menos su forma de hacerme feliz. Los visitantes esperan, la veo guardarse en su rincón de polvo: roedor convulso.
Solíamos acordar que no estábamos para
recodos, pero era todo lo que podíamos presentarle al mundo, nada más que el
escarnio de nuestras entrañas, de soflamas las suyas, templadas y dignas para
el pánico; de nada, las mías, llenas de eso que llamábamos miedo, disolución o
destino, daba igual, de todos modos tocaríamos las piezas ensayadas y solo para
el final alguna improvisación que lograba sonrojarnos, aun en el recuerdo, días
después o cuando el escenario se mostraba lleno de expectativa y sangre.
Pero ahora es de mera remembranza su
escondite, corro a su guarida, seguro de verle: el polvo es un hábito, su
rastro borra el rastro y no es más que alucinante este recuerdo que no parece
mío, levanto cuanto puedo, seguro de verle escabullirse entre estas tiras
cómicas, entre este mamotreto sin leer, entre estas botellas fatigadas, seguro
de verle: peajes de preguntas sobre dudas superadas.
Los visitantes preguntan por mí, ¿Acaso
llaman a la puerta?: espantos de todo lo vivido.
No tendré que decirles, el silencio
es la única vanguardia que conozco en estos días, estarán allí con sus colas de
memoria renovada y sin más, vaciarán sus discursos ilegibles para mi soledad de
coartada, de formas de quedarme solo.
Alguien aparecerá con alguna llave,
salpicando todo de demanda y convicciones y ansias fundadas de tiempo y gentío.
Querrá abrir; y sí, algo ha pasado, logro apenas sacudirme la tristeza, secarme
la certeza de los ojos y ojear por último su cueva desvanecida en el aire por
mis manos.
Salgo por fin, toso todo.
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