Había traído algunas gotas de agua en la palma de su mano. Caminaba equilibrando
las distancias entre ellas, a punto de caer en la indefinición o en la
generalidad. Pero estaba desnuda y yo no podía concentrarme en el argumento. Sus
pies, empinados entre los baldosines, hablaban de otra cosa. Se detuvo y grito
mi nombre y, una vez más, vino el asombro: en el aire quedaron suspendidos los
reflejos de todo lo que no entendí sobre las huellas de su esfuerzo estallaron,
aún separadas y diminutas, sus razones.
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